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29 octubre 2009

Del sentimiento trágico de la vida

La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y esta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez.
No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.
Tales son los postulados con los que el filósofo español Miguel de Unamuno comienza su libro, terminado de escribir en 1912 y publicado apenas un año después, en 1913. Considerado uno de sus libros principales, Del sentimiento trágico de la vida aborda temas tan espinosos como la fe, la creencia en la vida después de la muerte, y finalmente, la existencia de Dios.

Homo sum
¿Qué es ser hombre? ¿Qué es lo que distingue al hombre de los demás animales? ¿Qué es eso que comúnmente llamamos ‘razón’?
Unamuno se enfrenta a las cuestiones fundamentales, base y fuente de toda filosofía. Descarta a la razón como sustentante de la identidad, de la esencia humana, y se inclina por el lado del ‘sentimiento’ o el ‘afecto’: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.”
Es precisamente en esta lucha sempiterna entre la razón y el sentimiento, entre el sentido común y el instinto, que podemos situar al hombre con sus aspiraciones, sueños y obras.
Las armas con las que cuenta Unamuno son su inconmensurable bagaje filosófico, y su erudición crítica [aprendió, por ejemplo, danés, para leer a Kierkegaard]. Repasa de manera rápida y también profunda distintas escuelas y corrientes filosóficas y propone distintos ejemplos mediante los cuales se observa ese vaivén que se ha mantenido constante, desde las primitivas filosofías representadas por aquellas obras de teatro escritas por los cómicos latinos [Terencio, por ejemplo] y deteniéndose también en la filosofía de Tomás de Aquino, de Kant, de Kierkegaard, de Juan Bautista Vico [quien ‘vio que la filosofía espontánea del hombre era hacerse regla del universo guiado por instinto d'animazione’] haciendo una observación demoledora en lo tocante al ‘positivismo’ [entre otros males que hizo, fue el de traernos un género tal de análisis que los hechos se pulverizaban con él, reduciéndose a polvo de hechos], desbrozando la filosofía de Spinoza a quien ‘le dolía Dios’, y proponiendo una nueva filosofía del conocimiento, otra epistemología.

¿Utilidad?
Todo conocimiento tiene una finalidad, dictamina Unamuno. No es fortuito que arremeta contra los filósofos que se empeñan en recrearse en sus silogismos, raciocinios falseados, que poco o nada tienen que ver ‘con el hombre de la calle’, el hombre que sufre y se atormenta al no poseer una respuesta clara ante la existencia o la negación absoluta de Dios, o siquiera de una vida humana guiada según un ciego propósito extra-humano. Su idea es muy clara: ‘Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo; es, sobre todo, un pedante, es decir, un remedo de hombre.’
Unamuno gustaba de leer entre líneas, y era el maestro experto en desenmascarar las intenciones ocultas detrás del discurso. Por eso hablaba con un corazón atormentado que da la impresión de estar indefenso, incomprensiblemente expuesto, y aún así, permitiéndole mantenerse firme, coherente con su exposición y discurso. Filosofar es algo indispensable para poder vivir, por más que el hombre necesite vivir para poder filosofar. Es por esto que la Ethica de Spinoza puede leerse no ya como una apretada y árida amalgama de silogismos y corolarios, ‘ordine geometrico demonstata’ [demostrada con orden geométrico] sino como un salmo lúgubre, un desesperado poema elegíaco.
Unamuno consigue que el hombre común adquiera conciencia de su obligación de filosofar y hacer frente a esas preguntas que se pueden acallar con mil y un vicios, con mil y una evasiones, y que sólo son verdaderas y genuinas manifestaciones de la naturaleza humana en cuanto lucha y esfuerzo continuos contra lo insondable.

No quiero morirme del todo
Si la filosofía es útil al hombre y le ayuda a hacer frente a este ‘sinsentido’ que es la vida, es porque sobre todo nos ayuda a gritar, a dolernos, poniéndonos en la boca aquello que el corazón y el cerebro pocas veces se atreven a formular, a susurrar siquiera: el miedo a la muerte, la incerteza de no saber si todo se acaba aquí.
Comúnmente hay dos posturas, irreconciliables una con otra. Unamuno las sobrepasa, dejando claro que ambas juegan partidas de antemano empatadas, donde la incerteza es lo único seguro:
…hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o esta en aquella, una resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha.
Y si en algo cotidiano que todo hombre experimenta, no hay certeza alguna que nos acompañe sino tan sólo la seguridad de que la vida del hombre es una duda y lucha constantes, qué decir cuando pensamos en la posibilidad de la existencia de Dios.

Dios, inmortalidad y dignidad humana
¿Cómo puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin perder su personalidad individual, es decir, sin perderse? ¿Qué es gozar de Dios? ¿Qué es la eternidad por oposición a tiempo? ¿Cambia el alma o no cambia en la otra vida? Si no cambia, ¿cómo vive? Y si cambia, ¿cómo conserva su individualidad en tan largo tiempo?
La antítesis entre una conciencia personal y un Dios que tiende a absorberlo todo y es perfecto sólo porque en él serían todos y cada uno de los hombres, todas y cada una de las cosas creadas -es decir, sería la unidad absoluta, la totalidad conciente-, despiertan en el filósofo más dudas y preguntas que respuestas.
Pero Unamuno no cede. Se encuentra ante aquello que, sólo al ser formulado, podría abatir a cualquiera menos dispuesto a la lucha.
El último giro, las últimas reflexiones de Unamuno, devuelven al hombre aquello que la concepción mojigata de la religión, de Dios, de la filosofía y de la historia –entendida como una concatenación más o menos afortunada de hechos- le arrebatan día tras día: su dignidad, empañada por la figura del hombre sufriente, del hombre dolido, herido.
Entre tantas incertidumbres, tanto dolor, sufrimiento y falsas esperanzas, entre tantas apuestas a lo desconocido y alienaciones voluntarias, Unamuno rescata al hombre mostrándole que en su individualidad tiene el germen de la divinidad.
Cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo.
Dignificado el hombre, Unamuno también consigue dignificar la obra del hombre, su filosofía, su historia, la fuerza y el empeño de la razón que ya no arremete contra aquello que está fuera de nuestra limitada y miope intelectualidad. El deslinde que hace Unamuno sigue manteniendo su vigencia, noventa y siete años después de haber sido formulado:
Y ahora viene de nuevo la pregunta racional esfíngica -la Esfinge, en efecto, es la razón- de: ¿existe Dios? Esa persona eterna y eternizadora que da sentido -y no añadiré humano, porque no hay otro - al Universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble, y vale más que así lo sea. Bástele a la razón el no poder probar la imposibilidad de su existencia.



Ad notanda

Avalanchas de estudios críticos y concienzudos análisis de la obra de Unamuno se han estrellado, haciéndose añicos, al enfrentar la polémica cuestión de si la filosofía de Unamuno tendía a una reconciliación con el catolicismo, si finalmente estuvo a un paso de reconciliarse consigo mismo, retornando a la fe que perdiera en su adolescencia.
Lo cierto es que, leyendo sin prejuicios sus libros y sobre todo, aquellos escritos en la última etapa de su vida, no se encuentra afirmación alguna que permita suponer siquiera que Unamuno volvería al catolicismo, con una renovada fe en el Cristo.
Su vida se mantuvo honesta, coherente hasta el extremo, con aquello que sus libros y ensayos, poemas y ‘nivolas’ resuman: una humanidad que no se resigna a perecer, y que es indispensable para la comprensión y existencia de Dios, tanto o más que aquella ‘materia prima’, el ‘ser’ que la metafísica se empeña en poner por sustrato de todo lo creado, quasi emanación directa de Dios mismo.
‘Del sentimiento trágico de la vida’ es el antecesor directo de ‘El laberinto de la soledad’, de Octavio Paz.
Las máscaras que acusó y denunció Paz en la sociedad mexicana a mediados del siglo pasado Unamuno las identificó y aunó en el orgullo español de proclamarse ‘ateo’. Hermanó ateísmo con el racionalismo: ambos serían la réplica al catolicismo involucrado en las esferas de la sociedad, intelectualidad, economía, tradición y moral españolas.
Con su estilo punzante, casi inmisericorde, Unamuno, el español, habla de los españoles, Unamunos a sabiendas o sin saberlo y también entre la espada y la pared.
‘La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida’, escribió Paz. Unamuno, quien afirmara que la ‘la metafísica es siempre, en su fondo, teología, y la teología nace de la fantasía puesta al servicio de la vida’, logró identificar dónde se encontraba la raíz de esa contradicción que acuciaba a los españoles -contradicción que de alguna extraña manera también hemos recibido en herencia-:
Y puesto que los españoles somos católicos, sepámoslo o no lo sepamos, queriéndolo o sin quererlo, y aunque alguno de nosotros presuma de racionalista o de ateo, acaso nuestra más honda labor de cultura y lo que vale más que de cultura, de religiosidad -si es que no son lo mismo-, es tratar de darnos clara cuenta de ese nuestro catolicismo subconciente, social o popular. Y esto es lo que he tratado de hacer en esta obra.





LII LLL [A II No II] - 29 OCTUBRE 2009 - Del sentimiento trágico de la vida
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