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10 septiembre 2009

Latinoamérica: entre el humo y el licor



Rafael Humberto Moreno-Durán escribió en 1994 un artículo extenso donde reseñó cierto encuentro internacional de escritores y en el cual resaltaron, hieráticos e inaccesibles, Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo. Le puso por nombre ‘Lo que puede decirse en un ágape de esfinges’.
La memoria de Moreno-Durán sobre dicho encuentro es de una viva y profunda admiración: escritores que no escriben, hierofantes profanos que beben toneles de licor, encuentro de escritores que a primera vista pareciera más un desencuentro.
También nos ha quedado la reseña puntual e inmediata de otro escritor, poeta y novelista: Luis Antonio de Villena. Escribió un artículo que retrata igualmente ese episodio, resaltando curiosamente a Rulfo sin dejar de mencionar, claro está, a Onetti. En su caso, el artículo escrito llevó por título ‘Juan Rulfo y el mago silencio’, y apareció en el número 687 de los Cuadernos Hispanoamericanos, publicado en septiembre del 2007.
Onetti y Rulfo, empecinados en su silencio, haciéndole los honores a los espíritus del vino y especialistas en el uso de monosílabos, quedaron como la huella indeleble del que sería calificado como ‘fascinante e hilarante’ Primer Congreso de Escritores en Lengua Española, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria el mes de junio de 1979.
Moreno-Durán tiene razón: era ese el encuentro silencioso de dos esfinges.



Los difuntos
Entre escritores resulta difícil guardar la mesura y no tomar partido inmediatamente. Moreno-Durán y De Villena consiguen hacer cada uno su crítica sin inclinar la balanza a favor de Onetti o Rulfo. Moreno-Durán es quirúrgicamente exacto: la ‘Santa María’ de Onetti tiene filiaciones innegables con el condado de Yoknapatawpha ya retratado por Faulkner, y Rulfo pareciera escribir inmerso en lo más profundo del Deep South norteamericano. Ambos fundan ciudades desde la nada, pero Comala y Santa María son ciudades engañosamente reales: ambas están habitadas por muertos, meros ecos de un mundo que escapa de sus muros, constituyéndolas así en macizos recuerdos intemporales. Rulfo y Onetti han creado en el papel sendas ciudades que sólo pueden explicarse como cimentadas en lo más profundo del subconsciente latinoamericano. Sin embargo, ambos ya poseen entonces la categoría innegable de leyendas ambulantes: han degustado y vivido la gama entera de estadios debidos al alcohol, ambos se encierran en un mutismo acentuado más aún por la reclusoria estadía en sendas habitaciones de donde sólo emergen para moderar extrañas mesas redondas y ponencias donde asoma evidente y rotunda la parquedad de Rulfo, por ejemplo, que hablaba entre susurros, o de Onetti que parecía ausente y crónicamente cansado.
A pesar de esto, en aquel encuentro no todo versó sobre las maratónicas jornadas que transcurrieron en la barra del Hotel Iberia que brindó albergue los ocho días que duró el encuentro de escritores, si en su momento se resaltó lo hilarante y jocoso de mesas redondas que parecen el vaivén de andanadas verbales entre moderadores, invitados y asistentes, fue por la época histórica que atravesaba la literatura latinoamericana en ese momento: está en su punto más álgido el llamado ‘boom’, los escritores se preocupan por la salud de Cortázar mientras que Pacheco, Goytisolo, Scorza, Dámaso Alonso, Luis Suñén y Agustín Yáñez son ya escritores respetados y plenamente reconocidos; los más, jóvenes aún, guardan la distancia que impone el silencio empecinado de los titanes que asisten al congreso sin hacerse del todo presentes.
Onetti es más radical que Rulfo: a este se le ve tomando un trago aquí, otro por allá, tratando de pasar inadvertido entre la algarabía de los dipsómanos ocasionales; de Onetti el común de los asistentes recordaría que durante aquellos días no abandonó su habitación de hotel, bebiendo whiskey tras whiskey.
Latinoamérica estuvo representada por la voz gris, medio apagada, libre de gestos enfáticos, y siempre correcta que los espectadores desprevenidos pudieran confundir con la ebriedad moderada, de Rulfo, y el silencio displicente de Onetti. A todos maravillaba la actitud de este último: nada más alejado que su propia manera de hablar, de lo que era su escritura: periodos y descripciones extensos, en una rebuscada simplicidad que sólo esconde lo pesado e intrincado de sus reflexiones constantes, diríase también que sus obsesiones.
Rulfo es la viva imagen de un habitante cualquiera de Comala: parco, envuelto constantemente por un dejo de ansiosa desesperación, acompañado infaltablemente por un cigarrillo que no abandonó ni siquiera cuando Joaquín Soler Serrano lo entrevistara un par de años antes.



Libros y televisión
De Villena ha guardado para la posteridad la impresión que le dejara Rulfo al ser entrevistado por Soler Serrano. Parecía más que nada, estar ‘anestesiado’. Y también De Villena acusa la afectación del entrevistador, lo califica como ‘benemérito y retórico’. La entrevista no podía seguir otros senderos que no estuviesen ya marcados por las actitudes personales, remarcadas conforme pasaban los años: Rulfo se resguardaba cada día más en su no-escritura.
De Villena recuerda que Soler pregunta con cierta dosis de ingenuidad a Rulfo, qué aprendió en sus años de interno en el orfanato oficial de Guadalajara. Rulfo contestó ‘Bueno, aprendí a deprimirme’.
Onetti, en el artículo de Moreno-Durán, muestra a pesar de su mutismo, la infatigable labor del escritor presto a ayudar a quienes se inician en el oficio, asiste a presentaciones de libros en Barcelona y en la Sorbona, sigue escribiendo y por ende, aumentando su obra, mientras que sólo le queda, respecto a Rulfo, conformarse con lo que ha sido escrito, no hay nada más.



Extensión
Moreno-Durán traza una semblanza profunda y magistralmente detallada de la obra de Onetti. Sus libros uno a uno son reseñados en párrafos exactos, donde se resalta la admiración y conocimiento de la obra de ese escritor que escuchaba elogios y críticas más con curiosidad que con interés.
Su artículo fue escrito nueve años después de su novela ‘Los felinos del canciller’, publicada en 1985. En ella, sirviéndose de la historia de la familia Barahona, Moreno-Durán relata la vida de las familias colombianas, historia que puede ser, en efecto, la historia promedio de las familias pudientes latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX. Esta novela le alcanza a Moreno-Durán el reconocimiento internacional, y consigue hacer de su autor un escritor polifacético, que por igual se adentra en los abismales mundos etéreos y volátiles de la psique femenina, que se emplea en la escritura de una novela donde las explicaciones de las actuales crisis económicas van de la mano con el análisis profundo de la historia y contexto social de los cuales surgen los vicios y virtudes que poseen actualmente los países latinoamericanos.
De Villena es más breve, aunque también muy rico, en su semblanza de Rulfo. De la mano de José Emilio Pacheco llega a compartir la mesa del escritor jalisciense. Observa que José Emilio bebe, y Rulfo ostenta un vaso de cocacola a medio consumir. Comienza la plática, y hay que sacarle a Rulfo las palabras con tirabuzón.
Rulfo se da un momento para las confesiones forzadas: Pacheco utiliza una vieja estratagema, y da en el blanco. ‘Creo haber leído, maestro, que ya usted ha empezado un nuevo libro…’ Rulfo se deja llevar y muerde complacientemente el anzuelo: ‘No empecé aún... Pero miren, lo cierto es que parece que voy sintiendo ganas de hacerlo... como un movimiento interior...’
Dice De Villena que no hubo más, a continuación sólo quedaba la despedida. Pero la empatía que surge entre escritores a punto de emprender nuevas obras brota en esos momentos. Rulfo se da el tiempo para preguntar a De Villena si era novelista, quien a su vez responde que no. Se consideraba poeta, y sus textos narrativos serían editados al año siguiente, así que toma por mera cortesía la pregunta de Rulfo. La contrarréplica de éste deja al descubierto que no lo era, y De Villena nos consiguió una confesión desgarradoramente breve, de ese virtuoso artífice de las palabras rodeadas de silencio: ‘Yo no pude ser poeta’.



Latinoamérica: licor y humo
Al presentar su libro ‘Dejemos hablar al viento’ Onetti fue invitado por los editores de Bruguera a distintas presentaciones, foros, recepciones privadas. Moreno-Durán relata sabrosamente la ocasión en que un interlocutor, al amparo de la masa, se atrevió a hacer alabanza pública de la obra de Onetti, vilipendiando a Vargas Llosa, aduciendo argumentos sobre el ‘compromiso del escritor’ y la ‘responsabilidad social del arte’. Onetti fue claro y tajante: ‘Aunque no entiendo nada de lo que usted dice sobre mis libros, me parece una descortesía absoluta hablar mal de un escritor ausente, al que yo sí admiro mucho.’
Siguiendo diversos caminos, los escritores que formaron parte de ese mil veces mencionado y analizado ‘boom’ se encontraron de pronto ante la realidad de una Latinoamérica que no había sido tomada en cuenta por el grueso de escritores que miraban hacia Europa y escribían México, Bogotá, Montevideo, Buenos Aires cuando en realidad querían escribir –y pensaban- en Francia, Londres, Madrid o Roma.
Lo que encontraron los deslumbró: abigarrada y enervante, la realidad latinoamericana no podía ser abarcada en un solo libro, de un solo plumazo. Se ha dicho, para poner un ejemplo, que Onetti escribió un libro a lo largo de su trayectoria narrativa. Lo mismo se ha mencionado mirando de frente a Vargas Llosa, a Carlos Fuentes, a García Márquez. Lo cierto es que el proceso de acercamiento a esa realidad latinoamericana, constante, omnipresente e ignorada, requería esos ejercicios literarios: era imposible que el descubrimiento de Latinoamérica por lectores europeos y también latinoamericanos pudiera llevarse a cabo mediante la obra de uno o dos escritores nada más. Esa es la razón de que el ‘boom’ haya incluido a escritores de distintos estilos, distintos países, y distintas tradiciones narrativas.
Abrigados por su silencio, Onetti y Rulfo fueron los extremos en la amplia gama de personalidades y figuras sobresalientes de aquella época, los otros extremos los tenemos en la presencia mediática de los ya mencionados Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar, Benedetti, Fuentes… Todos ellos consiguieron disipar las brumas y falsas leyendas sobre una Latinoamérica europeizada y trastocaron la idea que se tenía de la identidad cultural y social de cada país explorado con sus novelas. No es gratuito que se hayan derramado tragos y tragos de licor y fumado cigarrillo tras cigarrillo durante la reconstrucción de esa realidad escurridiza y vibrante: el tabaco forma parte innegable de nuestra identidad, de nuestra historia, y también de nuestro presente.
Y la caña de azúcar llegó a nosotros de la mano de los colonizadores españoles, erigiéndose así en un signo indudable de nuestras herencias, tradiciones y culturas que hoy por hoy gozan, por derecho propio, de un lugar bien definido ante los ojos del mundo entero: Latinoamérica lleva el licor en las venas, y sigue respirando el humo de un pasado irremediablemente perdido, vuelto cenizas.




XLV - 10 SEPTIEMBRE 2009 - Latinoamérica entre el humo y el licor
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