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16 julio 2009

Una isla sin tiempo


Claroscuros barrocos
En los primeros siglos de la Era Cristiana, Agustín, el santo obispo de Hipona, escribió ‘si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé’. Hablaba de la noción del ‘tiempo’ y la idea clara que podemos tener sobre este fenómeno físico y psicológico, tan simple que todo hombre puede opinar sobre el, y tan complejo que sólo unos pocos serán capaces de penetrar hasta sus más profundas causas, desenmarañando la increíble complejidad del problema mismo.
En el Barroco Europeo, época donde se fragua la ciencia moderna y también estaban a punto de morir las grandes corrientes de pensamiento clásicas, –filosofía y cosmología aristotélico-tomista- la naturaleza del tiempo ofrecía a la vez un problema y un aliciente a las grandes potencias económicas: el insoluble y oscuro problema de las longitudes era visto como la solución a distintos problemas náuticos, y la solución automáticamente situaría a cualquier país que poseyera el secreto de la medición exacta de la longitud una ventaja innegable respecto de aquellos que no lo tuvieran. La latitud de un punto dado podía establecerse sin mayor problema con el uso adecuado de un sextante, instrumento astronómico pensado para tomar la medida de la altura del sol respecto al plano terrestre y obtener con base en distintos cálculos matemáticos, el paralelo en que se encontraba una embarcación cualquiera.
La siguiente medida, necesaria para establecer la ubicación exacta en cualquier carta marítima es la que ofrecía dolores de cabeza incesantes a marineros y estudiosos: ¿cómo obtener el meridiano en el que se encuentra situada una nave, en medio del mar, en un momento determinado?
Algunas soluciones eran tan atrevidas, que hoy día parecen descabelladas y fantásticas. En su momento la fe y la vida de los hombres dependían de esas mismas soluciones, y embarcaciones hubo que mataron al total de sus pasajeros por errores de cálculo que impidieron a los navíos arribar a tiempo al puerto deseado. Por ejemplo, Manuel García apunta que “En 1714, a consecuencia de haberse desviado de su longitud real, un buque estuvo errando durante un mes por el Pacífico Sur en busca de la isla de Juan Fernández y 80 personas murieron por esta causa, víctimas del escorbuto.”

Unguentum armarium
Según la feneciente teoría aristotélico-tomista de la causalidad, era posible curar a un herido aplicando el tratamiento de curación al utensilio mismo que inflingió la herida. El procedimiento se llevaba a cabo por la ‘simpatía’, fuerza invisible capaz de sincronizar causa y efecto sin que la distancia fuese ningún problema, y que podía crear relaciones entre animales y plantas, seres humanos y materia inanimada.
Respecto al unguentum armarium, Antonio Rodríguez Salvador en su artículo ‘Los ungüentos de Ricardo Riverón Rojas’ rescata la fórmula completa para la elaboración de dicho ungüento. Citando la ‘Historia de la estupidez humana’ escrita por István Ráth-Vegh, transcribe: ‘[…]para curar heridas provocadas por armas, la ciencia del siglo XVII creó un ungüento que llegó a ser muy popular. Este remedio se fabricaba tomando la grasa de un jabalí, de un cerdo macho casero y de un oso macho, media libra de cada animal. Había que recoger gran número de gusanos de tierra, ponerlos en un puchero tapado y quemarlos hasta que reducirlos a polvo. Del polvo de gusanos, se tomaba entonces lo que llenaría tres cáscaras de huevo, y después se le añadía musgo de cráneo, reducido este al tamaño de una nuez mediante sucesivas presiones de los dedos. El musgo debía provenir del cráneo de una persona ahorcada o condenada a la rueda. Luego, había que tomar cuatro onzas de piedra de sangre y seis onzas de madera santalácea; mezclarlo todo con la grasa mencionada, como Dios manda; mojarlo en un poco de vino, y ya se tenía listo el Unguentum armarium, o sea el noble ungüento de armas’.
¿Cómo unir el problema de las longitudes con la acción simpática del unguentum armarium? Umberto Eco responde a esta pregunta con una novela escrita en 1994: ‘L’isola del giorno prima’, donde los protagonistas principales son un sabio estudioso jesuita, y un hombre cortesano muy versado en el arte de la espada, Roberto de la Grive. El naufragio que le hace llegar hasta el Daphne tiene lugar en el mes de agosto de 1643, allí es donde encontraría al padre Caspar, embebido en sus estudios y reflexiones sobre la ciencia y la teología, sobre la hidráulica y la física, sobre la Historia Sagrada y la especulación astronómica.
Con la ayuda del padre Caspar va convirtiendo la nave solitaria en un verdadero Teatro de la Memoria, y se dedica a decantar puntillosamente el recuerdo de su amada, Lilia, la mujer inaccesible que tiene más de común con un ángel etéreo que con una mujer de carne y hueso.
Recuerda también las crueldades realizadas a bordo del navío en nombre de la ciencia: un perro herido por una espada es mantenido con la lesión en carne viva para ayudar en la medición del tiempo en altamar –y con esta medición, a encontrar la longitud exacta en un momento determinado-: alguien en la distancia se encarga de verter cierto compuesto en la espada que contiene la sangre del can, para hacerle sufrir dolorosos estertores en la nave, al otro lado del mundo.
Sus recuerdos recrean también batallas y escaramuzas, y el enredado protocolo cortesano que se desplegaba alrededor de Richelieu y Mazarino, quienes jugaban un ajedrez continental cuyas piezas principales eran los principales reinos europeos.
El unguentum armarium es más que un signo, una metáfora: una época está por terminar, y los nuevos tiempos habrán de desprenderse del lastre anticuado y anacrónico de las tradiciones científicas, para ensimismarse en los experimentos más osados y libres de toda preconcepción filosófico-religiosa.

El principio del tiempo, o El primer meridiano
¿Cuándo comenzó el tiempo?
Parece una pregunta muy del siglo XX, mas en aquel lejanísimo siglo XVII la pregunta causaba ya dolorosas molestias a los sabios de todo el orbe, sobre todo a aquellos que aún se apegaban a la Sagrada Escritura para intentar dilucidar estas interrogantes.
-¿Cuándo sucedió el pecado de Adán? –pregunta Roberto, ya pasada la mitad de la novela, al padre Caspar. La respuesta, inmediata, es absoluta:
-Mis hermanos han cálculos matemáticos perfectos fecho, sobre la base de las Escrituras: Adán pecó tres mil novecientos et ochenta y cuatro años antes de la venida de Nuestro Señor.
Roberto escucha mas no asiente. Es el crítico espíritu moderno ante la Sabiduría Perenne:
-Pues bien, quizá Vuestra Merced ignora que los viajeros llegados a la China, entre los cuales muchos hermanos suyos, encontraron las listas de los monarcas y de las dinastías de los Chinos, de las cuales se deduce que el reino de la China existía antes de hace seis mil años ha, y por tanto, antes del pecado de Adán, y si ansí es para la China, quién sabe para cuántos otros pueblos más.
Por si fuera poco, Roberto pretende aportar una prueba: ‘Y un sabio moro dijo que es posible deducirlo incluso de una página del Corán’.
Caspar estalla. Su respuesta apocalíptica es el reflejo de los arranques magníficamente elaborados y teatrales de los científicos eclesiásticos de su tiempo: Atanasio Kircher incluso. Llevar a cabo la síntesis entre razón y fe, entre conocimiento científico y tradición, era algo que aún entonces estaba lejos de poder realizarse. Caspar anatemiza:
-¿Y tú dices a mí que el Korán probaba la verdad de una cosa? ¡Oh, omnipotente Dios, te ruego fulmina a este vanísimo ventoso vanaglorioso petulante turbulento revoltoso asnihombre cachidiablo perro et demonio, malhadado mastín morboso, que él no pone más pie en este navío!
Ambos hacen las paces, y entonces vuelve a asomar un problema no menor que el del principio del tiempo: ¿dónde se encontraba el meridiano cero, en el momento mismo en que Dios crea cielos y tierra?

La isla y el fénix
El argumento es complicado, aunque podría resumirse así:
El cuarto día de la creación, cuando Dios hace las grandes lumbreras del cielo, ¿en qué punto comenzó el tiempo? La tierra ya creada está en reposo, el sol es creado y Caspar intuye que Dios mismo se toma 12 horas para ir insuflando el fuego suficiente al sol, para alumbrar a la tierra y proseguir su tarea milenio tras milenio de años. Comenzaría como un carbón, apagado, y la bondad del Creador iría encendiendo paulatinamente al gran astro rey, hasta que fuese capaz de alcanzar su punto álgido, exactamente a las doce del mediodía. Después, los ciclos del día y la noche quedarían establecidos de una vez por siempre, visto que Dios no puede hacer cosas imperfectas, y en razón de los meridianos terrestres, no podía permitir que existiese en lugar alguno sobre la tierra un día que sólo durase 12 horas, cosa que efectivamente sucedería de haber creado al Sol plenamente reluciente.
Caspar sabe que se encuentra justo a un lado del Meridiano Cero. Toda su vida tiene por fin una razón: se encuentra en el punto a partir del cual la historia humana tiene sentido, como un transcurrir permanente. La isla visible a una milla de distancia está del otro lado del meridiano, por lo que aunque es visible desde el navío, están viendo la isla de un día anterior. Sólo sería necesario nadar un poco para retroceder el tiempo en un día, para comenzar a vivir ‘en el ayer’. Aquí la imagen de una Paloma Naranjada, habitante singular de la isla, cobra mayor fuerza. Es esta Paloma el indicio de que se encuentran efectivamente ante la isla de la creación, la primera isla a partir de la cual comienza a correr el tiempo, y desde donde parten todos los meridianos. Más que la Paloma Naranjada sería el Ave Fénix que habitaría en el corazón mismo del Paraíso.
El calibre de una historia como esta es tan inhumano, que Umberto Eco no puede saldar la novela con un final ‘académico’. Su jesuita desaparece en el mar haciendo uso de una primitiva campana de buceo, Roberto parece que a poco se embarca en otro naufragio que comenzaría en la bahía de la isla llevándole a recorrer el Pacífico, perdiéndolo en sus entrañas de agua y sal.
Umberto Eco no dejó de lado el aspecto lúdico en esta novela, henchida de conceptos científicos y pequeños guiños históricos, aunque él mismo confiesa abiertamente en una de sus páginas:
‘Para sobrevivir, hace falta contar historias’.
Y quizá la Gran Historia Universal, que incluye a todos los pueblos y todas las épocas, no es otra cosa sino la crónica ríspida y risible de los intentos de supervivencia del hombre, aunados al afán de alcanzar el futuro ideal, al que se llega siempre irremediablemente tarde.

Referencias:

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