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15 octubre 2009

Valle de Cardos

Impreso en el 2002, el primer volumen de cuentos de Simitrio Quezada ofrece una serie de relatos de variable extensión donde se advierten ya los giros que tomarían su producción cuentística y novelística posterior. La riqueza de sus temas, la bien cuidada ambientación y el juego de personajes que vibran con una voz capaz de superponerse a otras dándonos la sensación de asistir a un extraño concierto de palabras, son sólo algunas de las características que posee dicha publicación.
El título, feliz descubrimiento a pesar de su carga semántica y psicológica, no da pie a duda alguna sobre lo que se encontrará en el volumen: la presencia de las tradiciones –y contradicciones- de los creyentes encerrados en los universos de sus caseríos, la lucha feroz de los pueblos que quieren evitar a toda costa ser un remedo de las grandes ciudades, la conciencia de una pequeñez que choca constantemente con la visión miope de la opinión popular que busca erigirse ídolos cuando no los encuentra.

La metáfora y la cruz
Uno de los principales hallazgos de la Opera Prima de Quezada es el redescubrimiento y uso temerario de la metáfora. ‘Faustino’, el cuento con que inicia el volumen, contiene la actualización exacta de las muchachas transformadas por la noche: ‘Rome, mi niña bonita. Así como estaba Romelia parecía una luna. Muchacha luna, con el rostro bañado en la luz blanca y el aire calientito de acá dentro, en la camioneta. […]Todo era blanco, afuera y adentro, hasta la cobija parda era del color de la luna.’ El color pardo de las cobijas, de todas las cobijas bajo el fulgor de la luna, empareja continuamente la sensación de quien piensa tocar el cielo en medio de la noche, y quien asegura también que por la noche este mundo es un cielo, el cielo de los amantes que se encuentran, de los amantes que recuerdan.
La metáfora sacra no fue olvidada, y la simbología cristiana aparece –era imposible que no sucediera así, sobre todo en los cuentos más fuertemente cargados de temas o referencias ‘provincianos’- sin dejar de lado el carácter lúdico ni el metafísico.
El enfermo desquiciado de ‘Las paredes’ no puede ignorar el aspecto fatídico, la predestinación de su propio sino: ‘Eres reina, obsesivo yo; pero tú con tu fijación en la limpieza de tu mundo convencional. Pronto tendría que amanecer. En la ventana, una cruz. Era esa forma la que dividía en cuatro el cielo y la cumbre de los cerros de Valle de Cardos, cerros que alcanzaba a divisar.’
Sin alejarse del terreno de lo sacro, Quezada aún se permite recrear una escena, la más difícilmente alterable, el ‘Día del Juicio’, que emprende de la mano de un suicida fallido; el baile de la Gloria Celeste meciéndose sobre una tierra que no se decide a dejar morir al aprendiz de suicida, quien desea más que nada en el mundo cortarse las muñecas, gesto ahogado por la irreal algarabía de un cielo que muda su color: ‘Eran rojas y él las vio correr: esas nubes habían engordado, el horizonte comenzó a nublarse, no tuvo tiempo para hacer el corte transversal en la muñeca pues el juicio final, el famoso fin del mundo, llegó como anciana ciega a estropearle el numerito’.

La mujer, el destino y el baile
Exhaustivos y nada fáciles, los senderos de exploración en torno a la mujer, sus problemas, situaciones y valoración según las miradas masculinas, en algunos cuentos ofrecen la radiografía inclemente y descarnada del alcance de las acciones y decisiones femeninas. Mujeres de carne y hueso, con presencias casi tangibles.
‘La rosa del Dionisios’ narra con una exuberante desenvoltura la dignificación de una matrona, quien más allá del grosero y mercenario deleite de los clientes de su local busca hacer de cada una de sus protegidas la amante perfecta, la compañera de los juegos sexuales más extraños, siempre con la conciencia de saberse reinas de la noche, las dueñas de la alcoba y de los clientes que pagan puntualmente por su compañía y su cuerpo. Pero aquí el cuerpo de las mujeres no es sólo la carne que se ofrece para el placer efímero, o el arma, instrumento o herramienta: es la prolongación de aquello que mueve los hilos, lo que está detrás del telón y que no es otra cosa más que la idea clara de que el negocio es el negocio, y aunque el cliente no siempre tiene razón, sí en cambio tiene la última palabra. La clientela queda así relegada a segundo rango, es la que da para comer y para vivir, pero también es sólo un requisito para lograr alcanzar la realización de cada mujer que vive entre las dos esferas independientes de saberse buena amante en venta, y poseedora de una dignidad que jamás nadie podrá comprar: “Aquí no deben enamorarse ni apendejarse ni creerse de nada. Deben coger sin coger, como si estuvieran cosiendo o barriendo o viendo la novela; pero haciéndolo bien. Un cliente busca atención, quiere sentirse el rey del mundo montado en sus espaldas o caderas. Puede montarse en sus cuerpos pero no en ustedes, niñas.’
Con todo, aceptar que lo que se hace es un trabajo bien hecho implica por lo menos dos cosas, primera: que todo es perfectible, y segunda: que nada es eterno.
La matrona tiene en mente esto último cuando afirma, artilugio empleado por oradores motivacionales, que cederá su puesto a quien demuestre ser mejor que ella. Al mismo tiempo alienta y desalienta, sólo es posible resaltar, sobresalir, cuando se ha aprendido hasta el último punto y la última coma lo que la matrona dictamina, lo que la maestra exige a sus alumnas: sumisión completa. ‘Esto es negocio, pero también cuna de artistas. Artistas de la seducción. No se trata de abrir piernas y ya. Hay que saber hacerlo. El día que alguna me demuestre ser más reina que yo le dejo el lugar sin rencores. Mientras tanto, somos una familia. Y su hogar es el Dionisios.’
La mujer que no puede escapar de un destino que la fortuna o la desgracia le imponen, asoma con una claridad deslumbrante en ‘Niñas blancas’. La protagonista sin saber por qué, ni para qué, acude a la transformación radical de su fisonomía; poco antes de dejar por completo la pubertad se encuentra ante un espejo que le devuelve la mirada de sus ojos cuyos iris y niñas se han tornado completamente blancos. El escándalo, la noticia que causa revuelo la orillan a tomar una decisión drástica, para la que utiliza un pedazo de cristal del recipiente roto, que alguien le regalara relleno de agua bendita. La madre y el espectador asisten a aquel derecho de réplica, a aquel don –o maldición disfrazada de don- cuya meta final la constituye la muerte por mano propia.
Y si la fuerza de voluntad y el destino ciego son dos formas, no agotan por sí mismas los alcances de la conciencia de la mujer que sabe que es bella. ‘Noche anterior’ retoma en el título aquella referencia de Borges y ‘La noche de las noches’ o ‘La noche que es todas las noches’. Queda el enigma del título avalado por la trama de su tema. La mujer que baila se goza en sí misma, a su alrededor gira el mundo como el escenario de su belleza, el imperativo que situará su figura –y la de la madre, omnipresente- en el centro inequívoco de un mundo que se subyuga ante la belleza hipnótica de la muchacha: ‘Tengo dieciséis años, me entrego a la noche bailando. Bailando, el que es mi rey, padrastro y tío, me dará cualquier cosa. Y yo lo consultaré con mi madre.’

Los cómics y el ‘Made in USA’
La época de la escritura de ‘Valle de Cardos’ coincide con una larga estancia en la Frontera Norte de México. Simitrio Quezada escribe con la memoria puesta en el pueblo que le vio nacer, ese pueblo con forma de pez cuya fotografía ilustra la portada del volumen. Y su reflexión sobre esta memoria, sobre lo que recuerda y lo que intuye a través de la distancia, resalta en cada una de las páginas que escribe, o reescribe. ‘Ayudar a Supermán’ no sólo demuestra la capacidad lúdica de Quezada, sino que es también una crítica a la idiosincrasia provinciana de un pueblo que es todos los pueblos de México. El niño que termina hiriendo, quizá matando, por ayudar a la madre al ver que Supermán no llega –o llegará tarde- funciona además como una acusación puntual en contra de la presencia norteamericana, su cultura y los estragos que causa en quienes no están al tanto del proceso destructivo que conlleva toda digestión a-crítica de cualquier elemento cultural externo.
El otro lado de la moneda lo presenta en la figura del migrante que regresa a casa, del hijo que emigró al norte, y al que echaban de menos los amigos, la novia, los maestros y la familia, y que algún día, tarde que temprano, habría de regresar. ‘…las cartas no faltaron: tanto novia como madre conservan las hojas con corazones y ángeles que dibujaba el bracero. […]Por la prolongación se ven pasar más coches y Amparo no se cansa de mirar a través del polvo. « Va a ver, mamá –le dijo Leo en la última llamada telefónica-, la próxima vez que vaya al pueblo voy a partir plaza en una camionetota blanca »’.
La capacidad gráfica de Simitrio Quezada queda de manifiesto en la mayoría de sus cuentos, ‘El oponente’ relata la justicia tomada por propia mano, de alguien que se mira a sí mismo como ‘instrumento del Señor’ y no duda en acudir al asesinato para hacer la ‘voluntad de Dios’. Esta misma temática, las insondables decisiones de la Divinidad, llevan a reescribir el episodio de Saúl [Esaú] y Jacob y el famoso plato de lentejas. El personaje de Quezada descubre algo terrible: ‘Mi hermano es un estúpido. No entiende que el dios está jugando con nosotros, como lo hizo en aquel monte con mi abuelo y mi padre.’
‘Panteón de Santa María’, ‘La grabación’, ‘Salve Cruz Bendita’, ‘Las hadas’ permitirían sin mayores problemas una edición gráfica con las típicas viñetas brotando de la boca de sus personajes, sin disminuir un ápice la calidad literaria de los relatos. A tanto llega la destreza narrativa de Quezada, quien en ‘Las hadas’ ofrece una pista de lectura, guiño al lector: ‘No es que no existan, me dice y se acomoda los anteojos. Lo que pasa es que Perrault, Andersen, Grimm, los tatarabuelos de las villas francesas y hasta Walt Disney las personificaron como unas taradas: auténticas niñas taradas con varita y vestidos de quinceañera. Empieza a darme risa, ella me calla.’

La bicicleta
Aprovechando su estadía en la Frontera Norte de México, Simitrio Quezada fue capaz de escribir un cuentario que amalgama la vida provincial de México con la vida de las grandes ciudades, la búsqueda del ‘sueño americano’ y la búsqueda de la gloria que todo hombre –consciente ó inconscientemente- busca alcanzar. Los felices descubrimientos y encuentros y su destreza narrativa fueron acuciadas más de una vez por las interminables horas de espera, montado en la bicicleta que le acompañara en su diario trajinar entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas.
Es por eso que el último cuento, declaración de principios, lleva el homenaje a esa bicicleta y la certeza de que la lucha solitaria es quizá la única salida digna para quien se precie de buscar vivir y andar su propio camino.
‘Después de intentos por recuperar mi ritmo, caí. No hubo abucheos, pero sí desilusión. Dijeron que era una lástima. Iba tan bien, y se equivocó. No pude notarlo claramente; nada se ve claro desde el suelo. Tras quitarme esa lágrima de la mejilla izquierda volteé a todos lados y entonces, sin asombro, no vi nada. Nadie vendría a levantarme, nadie soplaría sobre los rasponazos ni me infundiría nuevos ánimos.’ ‘Recuento’ lleva por título, y difícilmente podría haber elegido otro mejor.
Valle de Cardos se erige así, como la piedra de toque de las reflexiones y los temas más queridos del escritor, un honesto y minucioso ejercicio de la memoria, y como la creación titánica de una región geográfica que él llamó ‘Edenes’ -y es también el México provinciano que se resiste a morir ahogado entre los espinos de un futuro gris.



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